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LOS 25 DE TORVIZCÓN

LOS 25 DE TORVIZCÓN

En los días que siguieron a la sublevación militar, sólo unos pocos en la localidad alpujarreña tuvieron conciencia de que se había desatado una guerra civil. La confusión facilitó los fusilamientos.

SANTIAGO SEVILLA Y ÁLVARO CALLEJA. En el Ayuntamiento de Torvizcón, días después de la sublevación militar, políticos de izquierdas y derechas se arremolinan alrededor de la única radio del pueblo, en el Ayuntamiento:
-“¡¡¡Obreros, echaos a la calle!!!”, escupía el receptor las consignas republicanas para armar al pueblo tras el alzamiento de las tropas de África.
- “Tranquilo alcalde, mejor que no se sepa nada… Esto van a ser tres días”, calmó un destacado derechista al regidor del pueblo apodado el ‘Chiquitillo’.

Esa calma, piensan muchos hoy en Torvizcón, frenó el levantamiento popular contra los falangistas o, más bien, retrasó la huida de quienes pudieran tener motivos para sentirse perseguidos por los sublevados. Pasaron los días y, aunque conscientes del estado de máxima tensión política, buena parte del pueblo no acababa de tener conocimiento exacto de que se había desatado una guerra civil en toda regla. Cuando lo tuvieron fue demasiado tarde, al menos para 52 de sus vecinos, que fueron ejecutados en tres sacas entre finales de junio y mediados de agosto de 1936. ‘Los 25 de Torvizcón’ fueron los últimos en caer.

El rápido avance republicano desde Cádiar no fue suficiente para salvarlos. Llegaron unos días tarde. Cuando tomaron el pueblo, ‘Los 25 de Torvizcón’ ya habían sido fusilados y los ejecutores ya estaban a salvo más allá del río Guadalfeo, la frontera natural que durante todo el conflicto bélico dividió en la Alpujarra la zona nacional y republicana hasta el final de la guerra civil. No muy lejos del Ayuntamiento, en la parte alta del pueblo, al final de una cuesta muy pronunciada, vivían Los Góngora-Montero, una familia republicana afiliada a un sindicado de izquierdas que en Torvizcón se conocía como El Centro.

Aniceto, de 22 años, era uno de ellos, el segundo de cinco hermanos dedicados al campo. El joven, que no hacía mucho había regresado del servicio militar, se encontraba la mañana del 13 de agosto de 1936 construyendo un pequeño horno para producir carbón en el paraje del Cercao, un abrupto risco rodeado de pequeñas encinas a unos cien metros de su casa. A su domicilio llegó esa mañana un grupo de falangistas armados para conducirlo hasta la Guardia Civil donde debía someterse a un interrogatorio rutinario.

–“Qué no se preocupe, solo queremos hacerle unas preguntas”, dijo uno de los miembros de la escuadra a la madre de Aniceto. Entre el miedo y la inocencia, su hermano pequeño, José Agustín, que tenía 12 años, fue presto a buscarlo.

“Mi padre vivió y murió con la pena de que fue él quien le dijo a su hermano que tenía ir a la Guardia Civil”, recuerda hoy Pilar Góngora, sobrina de Aniceto e hija de José Agustín. Camino del cuartel, a Aniceto alguien le aconsejó de que no fuese, que huyera, pero él dijo que no tenía nada que temer, que no había hecho nada. El mismo grupo armado que ese día había salido de ‘caza’ con 25 nombres en una lista, pasó por casa de Manuel y Álvaro Ruiz Montero, de 27 y 30 años, primos de Aniceto.

Con ellos no hubo rodeos. Álvaro estaba en cama con una pulmonía. Su madre imploró clemencia, primero, y luego un poco de humanidad: “¡Dejad que se ponga las abarcas!”, espetó. “Para lo que le van a servir”, respondió el que parecía ser el jefe de los ‘cazadores’. Se fue descalzo. Aniceto, sus primos Manuel y Álvaro, y el resto de los veintidós detenidos de aquella batida del 14 de agosto de 1936 acabaron en los calabozos de la Guardia Civil, contiguos al Ayuntamiento.

El alcalde que dudó sobre el verdadero alcance de la sublevación militar, llevaba días muerto. Cayó en una de los primeros fusilamientos en el pueblo. Ya nadie tenía dudas de que aquello era un guerra sin piedad. Sin embargo, los últimos detenidos de Torvizcón, hacinados en un calabozo, albergaron una posibilidad de salvarse. Así se lo hicieron saber algunos de sus familias cuando trataron sin éxito de llevarles comida al improvisado presidio. Las fuerzas republicanas se habían hecho fuertes en Cádiar y continuaban su avance a Torvizcón.

Tras la detención de su hijo Aniceto y de sus sobrinos Manuel y Álvaro, José María Góngora supo que caería más pronto que tarde y se ocultó en las afueras del pueblo, hasta que tres días después las tropas leales a la República entraron en Torvizcón. Es lo que debió haber hecho su hijo, pensó entre los matorrales que le sirvieron de refugio en aquel sangriento verano del 36. Pero antes es probable que José María se despertara entre la maleza el 15 de agosto sobre las seis de la mañana, cuando aún no había amanecido.

A esa hora Gregorio, requerido por la Guardia Civil, llegó con su camioneta a las puertas del Ayuntamiento de Torvizcón. A juzgar por la reacción que tuvo luego no debía conocer el destino que le aguardaba a los 25 vecinos del pueblo que fueron ocupando el volquete del camión. Cuatro horas después, sobre las diez y media de la mañana, cerca de los Llanos de Contra, en Talará, anejo de Lecrín, un carrero de Lanjarón que volvía de Granada en dirección a Torvizcón se encontró a Gregorio llorando de rodillas. Pensó que había tenido un accidente y se detuvo para auxiliarle.

–“Qué te pasa, por qué lloras?”, preguntó el carrero.
–“¡Ahí abajo están matando a los jóvenes de Torvizcón!”, respondió Gregorio. Cuando el carrero, de nombre Fabián, se acercó al olivar, vio caer dentro de la fosa al último de los 25 de Torvizcón. Dicen que llamó asesinos a los ejecutores y que éstos le respondieron que habría un sitio para él en la fosa si no se marchaba de allí. El avance republicano. En unos días las tropas republicanas se hicieron con el control de Torvizcón y casi todos los falangistas implicados en la represión huyeron del pueblo y se instalaron en Granada.

Aún así, las milicias encontraron y fusilaron a dos significados derechistas, uno de ellos fue ejecutado bajo el puente de Torvizcón, bajo la acusación de ser el ‘topo’ que desde dentro del sindicato había contribuido presuntamente a la represión de simpatizantes de la República. Luego, durante la guerra y la posguerra, los Góngora vivieron episodios de perdón, recompensa y humillación. Aseguran sus nietas que en los meses posteriores, José María salvó el pellejo a un hombre de derechas del pueblo cuando fue apresado por los republicanos en su cortijo de La Granja.

–“¿Pero qué vais a hacer? ¡Si este hombre ha dado de comer a los pobres del pueblo!” La ascendencia de José María Góngora sobre el poder republicano en Torvizcón evitó la muerte de Jesús Ruiz, que, al acabar la guerra, le devolvió el favor cuando los Góngora volvieron a tener motivos para sentir miedo. También fue determinante en evitar una nueva purga de comunistas el alcalde que gobernó en la posguerra, Mauricio López, que rompió varias listas negras que circulaban por Torvizcón.

Con todo, de todos aquellos que vivieron los trágicos sucesos de Torvizcón, José Agustín Góngora, el hermano menor de Aniceto, quien fue a avisarle de que la Guardia Civil lo estaba buscando, fue el que más sufrió la implacable persecución del recuerdo. Y también el peso de la culpa le llevó también a escribir una de las primeras páginas del proceso para recuperación de la memoria histórica.

En junio de 2003, José Agustín encabezó, junto a la CGT de Andalucía, el primer intento por reabrir una fosa de la Guerra Civil en Andalucía. Buscaba a su hermano, pero no encontraron nada. Un cálculo sobre testimonios ambiguos y un paraje muy alterado por el tiempo propiciaron el error. José Agustín murió en 2005 sin conseguir su propósito. Hoy sus hijas, con una visión aparentemente más atinada de la situación de la fosa, han retomado el propósito de su padre. Encontrar a los 25 de Torvizcón y devolverlos al pueblo

www.laopiniondegranada.es   27/05/2009

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